lunes, 13 de abril de 2015

Entre el deseo y la impostura


Hace ya casi un mes que se estrelló un avión en los Alpes, el día 20 de este mes será el 16 aniversario de la masacre de la escuela de secundaria de Columbine. No tardaron los medios de comunicación en ninguno de éstos y otros casos similares en insinuar, relacionar o despertar la sospecha del autismo, la depresión, la esquizofrenia, etc. como elementos causantes- o al menos  como variables explicativas relevantes- de tales disparates. Casi de inmediato comenzaron  aparecer expertos psicólogos y psiquiatras en periódicos, radio y tv siendo preguntados por la relación entre los “problemas mentales” de estos asesinos y sus horribles actos.

A pesar de algunas excepciones en mayor o menor medida (bajo mi punto de vista) sensatas,  no deja de sorprenderme la falta de claridad y rotundidad por parte de estos profesionales a la hora de desvincular radicalmente estas (mal)llamadas “enfermedades mentales” de aquellos asesinatos tan salvajes.

No son éstos comportamientos patológicos, producto de la depresión, el autismo o la esquizofrenia, sino actos salvajes, canallas y complejos, actos que nos aterroriza pensarlos como propios de seres humanos “normales”, de personas que podrían estar viviendo a nuestro lado, en nuestra escalera de vecinos o, peor aún, dentro de nuestra propia piel. Son conductas que nos hacen enfrentarnos cara a cara no sólo con el dolor y la rabia, también con la angustia ante nuestra naturaleza como seres humanos, ante los genes de las razas de Caín que habitan nuestra biografía, ante la certeza de sabernos capaces de lo mejor y lo sublime pero también de la destrucción y del desastre.



Podemos entender que ante nuestra propia incertidumbre, temor y angustia intentemos encontrar motivos y trazar líneas que separen nuestro mundo y a nosotros mismos de esta brutalidad, fronteras entre lo normal y lo anormal, lo sano y lo patológico, entre la locura y la cordura,... Allí están ellos, aquí nosotros. La normalidad, una infantil y vieja trampa entre el deseo y la impostura que lejos de liberarnos, nos tiende una trampa sutil y segura.

Pero tenemos que insistir, no son estos hechos comportamientos patológicos, sino canallas y complejos, y esta complejidad no podemos despacharla atribuyendo dichos asesinatos tremendos, horribles y sin sentido a supuestas enfermedades mentales, desvinculándolos de la biografía, de los valores personales y de los contextos en que la gente vive.

Hay otras maneras de mirar estos escenarios de la catástrofe. Transmitir la absoluta certeza de que no es más probable que una persona diagnosticada por ejemplo de autismo, depresión o esquizofrenia se levante una mañana y decida matar a 20 compañeros de un colegio o estrellar el avión o el autobús que conduce. Afirmar radicalmente que, por motivos tanto epistemológicos como estadísticos, estos diagnósticos sociales no mantienen una relación causal con tales asesinatos.

Tras el dolor y la rabia inmediata ante la incomprensible barbaridad, cuando volvemos al pulso de la vida cotidiana y las fotos de las víctimas y aviones destrozados ya no ocupan las portadas, comienzan a aparecer los daños colaterales que sobre miles de personas (tal vez sin querer)  han creado algunos medios de comunicación y algunos expertos con sus explicaciones y sus relatos. No sólo por el estigma social que se genera para personas diagnosticadas de depresión, autismo, esquizofrenia,… y sus familias, también por la indefensión, el dolor y la sospecha que estas personas se imponen a sí mismas; presiones al fin y al cabo que no hacen sino aumentar innecesariamente sus (pre)ocupaciones y dificultar sus vidas, su crecimiento personal y su libertad para ser quienes son.


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