Hace ya casi un mes que se estrelló un avión en los Alpes, el día 20 de este mes será el 16 aniversario de la masacre de la escuela de secundaria de Columbine. No tardaron los medios de comunicación en ninguno de éstos y otros casos similares en insinuar, relacionar o despertar la sospecha del autismo, la depresión, la esquizofrenia, etc. como elementos causantes- o al menos como variables explicativas relevantes- de tales disparates. Casi de inmediato comenzaron aparecer expertos psicólogos y psiquiatras en periódicos, radio y tv siendo preguntados por la relación entre los “problemas mentales” de estos asesinos y sus horribles actos.
A pesar
de algunas excepciones
en mayor o menor medida (bajo mi punto de vista) sensatas, no deja de sorprenderme la falta de claridad y
rotundidad por parte de estos profesionales a la hora de desvincular
radicalmente estas (mal)llamadas
“enfermedades mentales” de aquellos asesinatos tan salvajes.
No son éstos
comportamientos patológicos, producto de la depresión, el autismo o la
esquizofrenia, sino actos salvajes, canallas y complejos, actos que nos aterroriza
pensarlos como propios de seres humanos “normales”, de personas que podrían estar
viviendo a nuestro lado, en nuestra escalera de vecinos o, peor aún, dentro de
nuestra propia piel. Son conductas que nos hacen enfrentarnos cara a cara no
sólo con el dolor y la rabia, también con la angustia ante nuestra naturaleza
como seres humanos, ante los genes de las razas de Caín que habitan nuestra biografía, ante la certeza de sabernos capaces de lo mejor y lo sublime pero también de la destrucción y del desastre.
Podemos
entender que ante nuestra propia incertidumbre, temor y angustia intentemos
encontrar motivos y trazar líneas que separen nuestro mundo y a nosotros mismos
de esta brutalidad, fronteras entre lo normal y lo anormal, lo sano y lo patológico,
entre la locura y la cordura,... Allí están ellos, aquí nosotros. La
normalidad, una infantil y vieja trampa entre
el deseo y la impostura que lejos de liberarnos, nos tiende una trampa
sutil y segura.
Pero
tenemos que insistir, no son estos hechos comportamientos patológicos, sino
canallas y complejos, y esta complejidad no podemos despacharla atribuyendo dichos
asesinatos tremendos, horribles y sin sentido a supuestas enfermedades mentales, desvinculándolos de la biografía,
de los valores personales y de los contextos en que la gente vive.
Hay otras
maneras de mirar estos escenarios de la catástrofe. Transmitir la absoluta
certeza de que no es más probable que una persona diagnosticada por ejemplo de
autismo, depresión o esquizofrenia se levante una mañana y decida matar a 20
compañeros de un colegio o estrellar el avión o el autobús que conduce. Afirmar
radicalmente que, por motivos tanto epistemológicos como estadísticos, estos
diagnósticos sociales no mantienen una relación causal con tales asesinatos.
Tras el
dolor y la rabia inmediata ante la incomprensible barbaridad, cuando volvemos
al pulso de la vida cotidiana y las fotos de las víctimas y aviones destrozados
ya no ocupan las portadas, comienzan a aparecer los daños colaterales que sobre
miles de personas (tal vez sin querer) han
creado algunos medios de comunicación y algunos expertos con sus explicaciones
y sus relatos. No sólo por el estigma social que se genera para personas diagnosticadas
de depresión, autismo, esquizofrenia,… y sus familias, también por la
indefensión, el dolor y la sospecha que estas personas se imponen a sí mismas; presiones
al fin y al cabo que no hacen sino aumentar innecesariamente sus (pre)ocupaciones
y dificultar sus vidas, su crecimiento personal y su libertad para ser quienes
son.
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